Relato de origen


Diego Olavarría

[ suomi ]


Sinopsis

Sobre El paralelo etíope (México: FETA, 2015)

“[Un libro que] deja atrás cualquier aspiración a emular o superar las tradiciones imperiales y poscoloniales de representación del continente africano. [La Etiopía de Olavarría] aparece en una complejidad inusitada, porque su voz narrativa tensiona el presente del país con lazos imperiales e históricos y con una subjetividad del autor siempre problematizada.” 


Ignacio Sánchez Prado, 2018


Fragmento deRelato de Origen” 

De acuerdo con los mormones, Dios nació en Salt Lake City. Para ser exactos, nació en Temple Square. En una esquina de esa plaza, un obelisco marca el centro del universo conocido. Es el núcleo simbólico del mundo, el ónfalo donde todo nace. La catedral mormona es una enorme mole de granito, un monumento gótico de ciencia ficción. Asemeja un pastel de quinceañera y también castillo de Disney. En su punto más alto un ángel dorado anuncia, trompeta en mano, el apocalipsis: el nombre oficial de la iglesia mormona es Iglesia de los santos de los últimos días. El fin del mundo vendrá en cualquier momento y los mormones ya lo esperan. 

Utah es como otro planeta: las Rocallosas cubiertas de hielo, los desiertos carmesíes, los lagos de sal, las heridas de azufre. Cruentos valles que siete meses al año son nieve y aridez, pero que los deshielos de primavera convierten en verdes praderas. Utah es el tipo de lugar donde un profeta se sentiría a gusto para, más que fundar una religión, empezar de cero una civilización. Una Jerusalén de centros comerciales, autopistas y estacionamientos.

La historia de mi vida no comienza en Utah. Los documentos lo dicen claro: nací en el Hospital Metropolitano, en la calle de Tlaxcala, Ciudad de México, un jueves 10 de mayo. Nací el día de las madres, una fecha que me condenó a una vida de escasas celebraciones de cumpleaños. Nací en un hospital sin muchos atributos: un complejo de cuatro edificios geométricos y anodinos. El lugar está a cinco cuadras de donde vivo, y paso por ahí varias veces a la semana. A veces entro y he descubierto un lugar de luces fluorescentes en el que impera el olor a desinfectante para pisos. Nunca siento absolutamente nada en ese lugar. Quizá no siento nada porque no recuerdo nada: mi memoria empieza en Utah. 

*

Supongo que llegar a un país extranjero es como nacer. Horas flotando en la noche, en un vehículo que atraviesa una oscuridad espesa, inimaginable, controlado por un piloto desconocido. Existir sin otra preocupación que flotar y que te alimenten. Luego tocar tierra. Abrir los ojos, escuchar voces que no entiendes. Despertar, nacer. No existir y, de pronto, ser carne. Me sorprende que al llegar a Salt Lake City no reconozco absolutamente nada. Es de noche, el termómetro marca cero grados y, en el camino del aeropuerto a la ciudad, el taxi atraviesa avenidas enormes, anchas como bulevares parisinos. El taxista, un etíope, me explica que las calles son descomunales porque así lo dispuso Brigham Young, el segundo profeta. Algunos mormones creen que Young tuvo una visión, en 1847, de que algún día en Salt Lake habría automóviles. “Gracias a su premonición en esta ciudad no hay embotellamientos”, me dice el chofer. Los pocos peatones que cruzan las calles ondean banderas fluorescentes para evitar que los conductores los arrollen.