El invencible verano de Liliana, Cristina Rivera Garza (fragmentos)

[suomi]

Cristina Rivera Garza


[el mundo continúa allá afuera]


La Procuraduría está muy cerca del centro de la Ciudad de México. Según Google, una caminata de 16 minutos nos depositará en El Cardenal, un restaurante que se encuentra en la planta baja de Hilton, el hotel que está enfrente de la Alameda Central, a un lado del grandioso edificio de Bellas Artes. Sin pensarlo mucho, tomamos Dr. Vertiz para ir hacia Dr. Río de La Loza, de ahí continuamos sobre Luis Moya, ya propiamente en las callecitas congestionadas y llenas de comercios del centro histórico. Una tienda de bóilers. Otra de lámparas. Una más de uniformes. Sería fácil decir que el tiempo parece haberse detenido en este espacio, pero nada aquí está en suspenso. Una actividad febril recorre las banquetas derruidas, y los intercambios del comercio llaman continuamente la atención de los empleados que atienden detrás de mostradores de vidrio, frente a estanterías repletas de mercancías de estaño, de plástico, de fierro. Hay tanto barullo que, en lugar de caminar una al lado de la otra, nos vemos forzadas a avanzar una detrás de la otra, formando una fila que, a momentos, se vuelve una línea en zigzag. Platicar es gritar. Platicar es perder, poco a poco, lo que queda de respiración. Al cruzar Luis Moya, antes de llegar a la avenida Juárez, aparece esa mujer espigada, de largo abrigo negro, que se prepara para cruzar la calle en sentido contrario. Nos abrazamos en medio del tráfico detenido. ¿Pero qué haces aquí? Contestar es, a veces, un juego. El mundo continúa allá afuera, sin duda. La gente recoge un pasaporte en una oficina de gobierno y compra un boleto de avión; la gente viaja. La gente rememora, trastabilla, pide disculpas. Bajo el rumor rojizo de un semáforo, la gente habla del verano. El que ya fue; el que vendrá. Hay que hacer cosas juntas, dice una de las dos. Una de las tres. Las sonrisas presurosas. Otras palabras se pierden entre el vaho del mediodía y el hambre. A veces todo en la vida, incluso el cuerpo, parece real.




[jugos gástricos]


¿Se puede ser feliz mientras se vive un duelo? La pregunta, que no es nueva, surge una y otra vez durante esa eternidad que es el quebranto. Se habla mucho de la culpa, pero no lo suficiente de la vergüenza. La culpa del sobreviviente puede atraer una sospecha acaso saludable, un titubeo incluso razonable, acerca del placer, del gusto, de la compañía. La vergüenza es una puerta cerrada a piedra y lodo. Pocas actividades requieren más energía, tanta atención al más mínimo detalle, como odiarse a sí mismo. Es una tarea milimétrica. Agotadora. De tiempo completo. Durante los primeros años de su ausencia, cuando los años se fueron acumulando uno sobre el otro y todavía era imposible siquiera pronunciar su nombre, fue fundamental prohibirse cualquier actividad que pudiera interrumpir la danza de la vergüenza y el dolor. Una ceremonia muchas veces repetida. Algo acaso religioso. Nunca es una decisión consciente, pero sí es brutal. Ahora, a medida que nos internamos en el restaurante, cuando ya estamos a la mesa y empiezan a llegar las viandas, ese viejo resquemor vuelve. ¿Tengo derecho a degustar este queso fresco, esta flor de calabaza, esta salsa verde, esta salsa de chile de árbol? ¿Puedo, en realidad, permitirme el placer de este fideo seco, este pulpo asado, esta agua mineral muy fría? Los alimentos, como antes, se esparcen por la boca y se atoran en la garganta, pero a diferencia de veintinueve años atrás, he aprendido a masticar concienzudamente cada bocado y, entre plática, he logrado disciplinar el maxilar, la faringe, el esófago. Ahora sé esperar a que los jugos gástricos degraden los alimentos poco a poco, concienzudamente, hasta formar el quimo. Ahora eructo, con recato. Esto es comer. Esto es tomar la decisión de seguir buscándote.



[4 de octubre]


Estamos en el después, que es largo. Un día después de haber visitado la Procuraduría de Justicia de la Ciudad de México para tratar de obtener copias de la averiguación previa 40/913/990-7, voy al cementerio en compañía de mis padres. Es 4 de octubre. Liliana tiene, ahora, muchos más años bajo tierra de los que vivió sobre la tierra. Habría sido su compleaños número 51. Es su cumpleaños 51. Libra con ascendente en capricornio. Un gallo, en el zodiaco chino. Aquí estamos los tres, todavía invitados al convite de su vida y de su memoria. Traemos con nosotros el azadón para deshierbar la tumba sobre la que hace ya tantos años elegimos colocar sólo una pequeña loza de cantera, su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte talladas en la parte superior del rectángulo oscuro. Y traemos, también, las cubetas de plástico para acarrear agua y regar las flores que compramos, como lo hacemos desde hace treinta años, en el mismo puesto a un lado de la carretera. Fuera del cementerio hasta parecemos personas normales. Allá, del otro lado de la puerta de hierro cada vez más oxidada, caminamos y comemos, saludamos a personas, celebramos triunfos, ofrecemos condolencias, acudimos a clase o a fiestas. Allá afuera se pasean las vidas que continuaron: las carreras, los libros, los viajes, los cumpleaños, los hijos. Pero aquí adentro, bajo el influjo del aire que rasga los picos del volcán, para tocar después, meditabundo, el interior de nuestros pulmones con sus alas frías, aquí adentro somos pura pesadumbre. Es mentira que el tiempo pasa. El tiempo se atora. Hay un cuerpo inerte aquí, atrancado entre los goznes y pernos del tiempo, que suspende el ritmo y la secuencia. No hemos crecido. Nunca creceremos. Nuestras arrugas son artificiales, indicios apenas de las vidas que pudimos haber vivido pero que se fueron a otro lugar. Las canas, las caries, los huesos frágiles, las articulaciones entumidas: meras poses que ocultan la repetición, la redundancia, el estribillo. Estamos encerrados en una burbuja de culpa y vergüenza preguntándonos una y otra vez: ¿qué fue lo que no vimos? Éste que el eco. La luz del sol es espectacular siempre el el otoño. ¿Por qué no pudimos protegerla? El susurro de los oyameles. La claridad de los pinos.

Mi padre se adueña del azadón y, a sus 84 años, se dedica a quitar toda la maleza concienzudamente, inclinándose para arrancar la hierba más testaruda o para deshacer los terrones con las manos cuando nada más parece funcionar. Resopla. Hace pausas. Suda copiosamente. Y, mientras se agacha sobre la tierra y llora con discreción, siempre en silencio, me pregunto cuántas veces al día se acuerda de Liliana, de la cantidad de dinero que le exigieron en la Procuraduría hace ya casi tres décadas para continuar con la investigación del feminicidio de Liliana. La mordida de rigor. Cuántas veces al día o al año se reprocha el no haber tenido los fondos suficientes. Cuántas veces retumban en sus orejas las palabras soeces, las palabras crudas, las palabras bestias de fauces abiertas con los comandantes y agentes se refirieron al cuerpo de Liliana. A la vida de Liliana. A la muerte de Liliana. ¿Cuántas veces al día murmura la palabra justicia? Uno nunca está más inerme que cuando no tiene lenguaje. ¿Quién, en ese verano de 1990, iba a poder decir, con la frente en alto, con la fuerza que da la convicción de lo correcto y de lo cierto, y la culpa no era de ella, ni dónde estaba ni cómo vestía? ¿Quién en un mundo donde no existía la palabra feminicidio, las palabras terrorismo de pareja, podía decir lo que ahora digo sin la menor duda: la única diferencia entre mi hermana y yo es que yo nunca me topé con un asesino?

La única diferencia entre ella y tú.